lunes, 21 de enero de 2013

El paisaje a través de la estética de lo sentimental


La forma en la que se ha representado la naturaleza y su paisaje ha estado condicionada por las actitudes que las distintas civilizaciones han tenido respecto a ella. Es en la Ilustración cuando se produce un nuevo cambio de mirada sobre el paisaje. Los artistas encuentran en la naturaleza la imagen romántica e idílica que buscan para sus obras y son capaces de despertar los sentidos de aquellos que las contemplan. En este sentido, debemos prestar especial atención a los pensamientos de Schpenhauer; el cual definió la contemplación de la obra de arte como acto desinteresado, como parte fundamental de su estética, y todo lo que es estético es bello.

Como dijo el también filósofo David Hume, “la belleza de las cosas existe en el espíritu de quien las contempla”, es aquí donde radica la complejidad del término, pues los cánones de belleza, al igual que las sociedades con las que se encuentra íntimamente ligada, varía con el paso del tiempo. Del mismo modo, la naturaleza, y con ella los paisajes que genera, se encuentra en un constante proceso de cambio, es cíclica, no tiene principio ni fin. El intento de conservar una belleza natural absoluta sería nefasto, pues en algún punto de la línea temporal de la historia, el ciclo se cerraría para dar comienzo a uno nuevo en el que los cánones que dictaminan lo bello y lo sublime, serán diametralmente opuestos.

La obra de Caspar David Friedrich, nos sirven para narran ese dramatismo acuciante en el paisaje. “Niebla”, por ejemplo, se muestra ante nuestros ojos como un ejercicio de adivinación, la niebla cubre toda nuestra mirada y hemos de dejar paso a la imaginación e intuición para poder apreciar la belleza, ya que como el propio Friedrich dijo: “cuando un lugar se cubre de niebla parece mayor, más sublime, y eleva la imaginación, y tensa la expectación como ante una muchacha cubierta por un velo. Ojo y fantasía se sienten más atraídos por la brumosa lejanía que por aquello que yace nítido y cercano ante la vista”.

Niebla. Caspar David Friedrich,1807.

Por otro lado, la Revolución industrial, supone un gran punto de inflexión en la evolución del concepto de paisaje. A través de la búsqueda de escenarios atractivos, románticos, inhóspitos y novedosos motiva la realización de viajes cuyo objetivo primordial se convierte en la indagación de parajes que conlleven ligados recuerdos e impresiones coleccionables. Estas colecciones se ven fomentadas gracias a la llegada del ferrocarril y de la cámara fotográfica.

La fotografía facilita la difusión de los paisajes al transformarlo en postal: no sólo encuadra con la luz oportuna un paisaje sino que lo mercantiliza al convertirlo en un producto de consumo. El afán coleccionista de los distintos paisajes que se presentan ante nuestras manos se convierte en un aspecto casi obsesivo de la sociedad y un elemento y hacedor de la cultura del ‘yo he estado ahí’, del turismo. La necesidad de constatar que aquello que aparece en las postales es real, nos demanda nuestra presencia en el mirador idóneo, lo que fomenta el viaje hacia ese lugar y convierte el paisaje en la imagen que enmarca nuestra ventana del ferrocarril. 

Es a través de estos viajes donde nace el esplendor de la poética del paisaje. Surge la posibilidad de mirar nuevos territorios, de fijarnos en ellos, con el fin de despertar sensibilidades a partir de la poética. El recorrido de los poetas por los distintos parajes de la época nos enseña a mirarlos, a apreciarlos, a entenderlos.  En sus versos, los paisajes tienen sensibilidad y movimiento, una mirada poética de aquello que conocemos y de nuevo descubrimos.

Mario Benedetti ha sido capaz de unir en unos versos la ciudad con lo natural y lo social para que la redescubramos, la caminemos de nuevo con nuestra lente fotográfica; eso sí, esta vez dándonos el placer de detenernos a contemplarla con admiración.

Si pudiera elegir mi paisaje
de cosas memorables, mi paisaje
de otoño desolado,
elegiría, robaría esta calle
que es anterior a mí y a todos.
Ella devuelve mi mirada inservible,
la de hace apenas quince o veinte años
cuando la casa verde envenenaba el cielo.
Por eso es cruel dejarla recién atardecida
con tantos balcones como nidos a solas
y tantos pasos como nunca esperados.
Aquí estarán siempre, aquí, los enemigos,
los espías aleves de la soledad,
las piernas de mujer que arrastran a mis ojos
lejos de la ecuación de dos incógnitas.
Aquí hay pájaros, lluvia, alguna muerte,
hojas secas, bocinas y nombres desolados,
nubes que van creciendo en mi ventana
mientras la humedad trae lamentos y moscas.

Sin embargo existe también el pasado
con sus súbitas rosas y modestos escándalos
con sus duros sonidos de una ansiedad cualquiera
y su insignificante comezón de recuerdos.
Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles.

Elegir mi paisaje. Mario Benedetti.

La elección de un territorio determinado es de vital importancia para las civilizaciones, ya que en él se hallan sus señas de identidad. A pesar de localizar un espacio perfecto en el que habitar, la capacidad de adaptación al mismo, nos lleva inevitablemente a su transformación, dejando en él huellas de nuestra presencia. 

Finalmente, el paisaje es un producto de nuestra mirada compleja y, por ello, tiene una fuerte componente subjetiva; depende directamente de las convenciones del arte y la literatura o de la disponibilidad del tiempo que nos permite observarlo. Del mismo modo, el paisaje lleva asociado a él una serie de valores que representa las civilizaciones que han dejado, a veces conscientemente y otras no tanto, su huella en él, lo que reclama una interpretación del mismo.






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