La forma en la que se ha
representado la naturaleza y su paisaje ha estado condicionada por las
actitudes que las distintas civilizaciones han tenido respecto a ella. Es en la
Ilustración cuando se produce un nuevo cambio de mirada sobre el paisaje. Los
artistas encuentran en la naturaleza la imagen romántica e idílica que buscan
para sus obras y son capaces de despertar los sentidos de aquellos que las
contemplan. En este sentido, debemos
prestar especial atención a los pensamientos de Schpenhauer; el cual definió la
contemplación de la obra de arte como acto desinteresado, como parte
fundamental de su estética, y todo lo que es estético es bello.
Como dijo el también filósofo David Hume, “la belleza de las cosas existe en el
espíritu de quien las contempla”, es aquí donde radica la complejidad del
término, pues los cánones de belleza, al igual que las sociedades con las que
se encuentra íntimamente ligada, varía con el paso del tiempo. Del mismo modo,
la naturaleza, y con ella los paisajes que genera, se encuentra en un constante
proceso de cambio, es cíclica, no tiene principio ni fin. El intento de
conservar una belleza natural absoluta sería nefasto, pues en algún punto de la
línea temporal de la historia, el ciclo se cerraría para dar comienzo a uno
nuevo en el que los cánones que dictaminan lo bello y lo sublime, serán
diametralmente opuestos.
La obra de Caspar David Friedrich, nos sirven para narran ese dramatismo acuciante en el paisaje. “Niebla”, por ejemplo, se
muestra ante nuestros ojos como un ejercicio de adivinación, la niebla cubre
toda nuestra mirada y hemos de dejar paso a la imaginación e intuición para
poder apreciar la belleza, ya que como el propio Friedrich dijo: “cuando un
lugar se cubre de niebla parece mayor, más sublime, y eleva la imaginación, y
tensa la expectación como ante una muchacha cubierta por un velo. Ojo y
fantasía se sienten más atraídos por la brumosa lejanía que por aquello que
yace nítido y cercano ante la vista”.
Niebla. Caspar David Friedrich,1807.
Por otro lado, la Revolución industrial, supone un gran punto de inflexión en la evolución del concepto de paisaje. A través de la búsqueda de escenarios atractivos, románticos, inhóspitos y novedosos
motiva la realización de viajes cuyo objetivo primordial se convierte en la
indagación de parajes que conlleven ligados recuerdos e impresiones
coleccionables. Estas colecciones se ven fomentadas gracias a la llegada del
ferrocarril y de la cámara fotográfica.
La fotografía facilita la
difusión de los paisajes al transformarlo en postal: no sólo encuadra con la
luz oportuna un paisaje sino que lo mercantiliza al convertirlo en un producto
de consumo. El afán coleccionista de los distintos paisajes que se presentan
ante nuestras manos se convierte en un aspecto casi obsesivo de la sociedad y
un elemento y hacedor de la cultura del ‘yo he estado ahí’, del turismo. La
necesidad de constatar que aquello que aparece en las postales es real, nos
demanda nuestra presencia en el mirador idóneo, lo que fomenta el viaje hacia
ese lugar y convierte el paisaje en la imagen que enmarca nuestra ventana del
ferrocarril.
Es a través de estos viajes
donde nace el esplendor de la poética del paisaje. Surge la posibilidad de
mirar nuevos territorios, de fijarnos en ellos, con el fin de despertar
sensibilidades a partir de la poética. El recorrido de los poetas por los distintos parajes de la época nos enseña a
mirarlos, a apreciarlos, a entenderlos. En
sus versos, los paisajes tienen sensibilidad y movimiento, una mirada poética
de aquello que conocemos y de nuevo descubrimos.
Mario Benedetti ha sido
capaz de unir en unos versos la ciudad con lo natural y lo social para que la
redescubramos, la caminemos de nuevo con nuestra lente fotográfica; eso sí,
esta vez dándonos el placer de detenernos a contemplarla con admiración.
Si pudiera elegir mi paisaje
de cosas memorables, mi paisaje
de otoño desolado,
elegiría, robaría esta calle
que es anterior a mí y a todos.
Ella devuelve mi mirada inservible,
la de hace apenas quince o veinte años
cuando la casa verde envenenaba el cielo.
Por eso es cruel dejarla recién atardecida
con tantos balcones como nidos a solas
y tantos pasos como nunca esperados.
Aquí estarán siempre, aquí, los enemigos,
los espías aleves de la soledad,
las piernas de mujer que arrastran a mis ojos
lejos de la ecuación de dos incógnitas.
Aquí hay pájaros, lluvia, alguna muerte,
hojas secas, bocinas y nombres desolados,
nubes que van creciendo en mi ventana
mientras la humedad trae lamentos y moscas.
Sin embargo existe también el pasado
con sus súbitas rosas y modestos escándalos
con sus duros sonidos de una ansiedad cualquiera
y su insignificante comezón de recuerdos.
Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles.
Elegir
mi paisaje. Mario Benedetti.
La elección de un territorio
determinado es de vital importancia para las civilizaciones, ya que en él se
hallan sus señas de identidad. A pesar de localizar un espacio perfecto en el
que habitar, la capacidad de adaptación al mismo, nos lleva inevitablemente a
su transformación, dejando en él huellas de nuestra presencia.
Finalmente, el paisaje es un producto de
nuestra mirada compleja y, por ello, tiene una fuerte componente subjetiva;
depende directamente de las convenciones del arte y la literatura o de la
disponibilidad del tiempo que nos permite observarlo. Del mismo modo, el
paisaje lleva asociado a él una serie de valores que representa las
civilizaciones que han dejado, a veces conscientemente y otras no tanto, su
huella en él, lo que reclama una interpretación del mismo.